Otoño en Argentina. Un día soleado y de un azul tan generoso que al lavarme los dientes empiezo a compararlo con un helado de Rapanui, una de mis heladerías favoritas acá. “Este día tendría sabor a dulce de leche (ddl) granizado y sin duda a pistacho”. Me divierte ese pensamiento así que decido estirarlo para estar más tiempo cepillando cada diente. Andrea Gumes, ya no sé si en un tuit o en una historia de Instagram, escribió que deseaba chupar cada palabra del último libro de Anna Pacheco. Chupar cada palabra como si fuera un helado. Me pareció un piropo notable. Algo a lo que aspirar: cocinar palabras que otros quieran hincar, chupar, masticar. Inspirada por ella invento el síndrome de DDL para referirme, de ese instante en adelante, a todas aquellas cosas que, del placer que me generan, deseo devorar con mis dientes al fin blanquísimos y brillantes.
Bien. Hoy es un día perfecto para dar un paseo, así que agarro mi cuaderno y mis cascos y los meto en el bolso.
Lo siguiente, rescatado de mis notas, sucedió más o menos así:
Me calzo y salgo a la rúa. Resuelvo escuchar playlists viejas, pues mi paseo va a minucioso y no quiero acabar despreciando las canciones que me salen “En bucle” de Spotify.
Elijo Chiri para arrancar. Voy saltando por encima de las marcas blancas del paso de cebra cuando canta Rosalía: “La calle está enamorá, enamorada de mí. Y yo estoy enamorá, enamorá de la calle”. Disfruto sobremanera de las canciones que se emplazan en la ciudad porque la hacen más grande, como también sucede con Ronda de Robledo de Sanabria de Rodrigo Cuevas. “Cada vez que te paseas / Por debajo de mi casa / Rezo para que me llegue / Notificación al WhatsApp. / Algún día por verte / Daba cien vueltas / Y ahora por no verte / Doy cuatrocientas”. El camino que para ti no simboliza más que un paseo es para otro un territorio sagrado -o prohibido-.
Me recreo en la belleza de una casa que hace esquina, cubierta por una madreselva que engulle toda la fachada, y hago estimaciones de cuánta gente se besó ahí.
Es realmente un día tan hermoso que, como predica el grupo Alcalá Norte, hace tiempo que no pienso en el horror. En una entrevista reciente Javier Aznar les decía: “La paz debe ser eso, ¿no? No pensar en el horror”. Pensar en la caricia de este sol. Esa es la vida cañón.
Llego a Palermo Soho, revestido de hojas caídas que forman alfombras por las calles empedradas. Canta Sufjan Stevens en Mystery of Love: “Oh, to see without my eyes / The first time that you kissed me / Boundless by the time I cried / I built your walls around me”.
Cuando suena una canción que tiempo atrás escuchabas con santa devoción se abre una caja llena de polvo y algo desvencijada impregnando de su perfume tu memoria. Y la memoria del cuerpo es irrefrenable. Recuerdo perfectamente lo que me hacía sentir Mystery of Love, aunque ya no tanto los motivos. Recuerdo lo que sentía en el pecho, en las piernas, en las mejillas… ya no tanto por qué o por quién.
Podría sentirme cruel, pero lo que siento es una ternura infinita, como si de cada caja saliera un pajarito, y ese animal pequeño fuera un mapa de sentimientos ya vividos que no pide ni necesita agua o comida, solo algo de cobijo en tu hipocampo.
El olvido siempre vino de la mano de la culpa. Aspirar a recordarlo todo es negar que aquellos que no se atan a la memoria caminan más livianos por este mundo. Viven con menos nostalgia y tienen más imaginación para contar anécdotas. También sufren de menos problemas de calvicie o de corazón. También superan antes una ruptura, tema que desquicia entre mis amigos. No recordar lo que el otro recuerda se convierte en una perversión para el segundo. Lo contrario, en una traición. Dice Nan Goldin: “lo real es lo que pasa mientras pasa, todo es una evocación”. En ese sentido, no hay canción que no sea una evocación. Y no hay mejor evocación que una canción.
Si nada material permanece nuestro único patrimonio son los recuerdos. Sin nuestra memoria perdemos sustancia, relato, identidad; el margen de lo inventado es, si cabe, todavía más alto. Por eso cada canción que nos marcó nos sigue emocionando. Por eso hay canciones y grupos que elegimos dejar de escuchar. Por eso poquitas cosas hay más íntimas que compartirse música (qué bello y bueno es hacerlo), y de ahí que muchos renieguen de publicar sus canciones más escuchadas en Spotify a fin de año. Porque trae lo que somos, ni más ni menos.
Susurra Billie Eilish en Chihiro: “When I come back around, will I know what to say? / Said you won't forget my name / Not today, not tomorrow”.
Recuerdo cuando salía a correr por Madrid Río, Bois de la Cambre (Bruselas) o Avenida del Libertador (Buenos Aires) y era incapaz de continuar si mis auriculares se quedaban sin batería. Recuerdo decir que ciertas canciones expresaban mejor qué me pasaba que yo misma, y por eso compartirlas en redes sociales era ceder parte del pastel vital, aun a sabiendas de que al otro le da igual, para mí ese secreto era importante. Recuerdo todas las canciones que dediqué y me dedicaron. Recuerdo leer una y otra vez las letras y maravillarme por todo lo que podemos llegar a sentir como humanos. Aunque parezca una locura me pone contentísima.
Tanta emoción que no puedes ni decirla.
Tanta emoción que solo puedes escucharla.